Nacer a un mundo en el que el cuerpo debe acreditar el derecho a su existencia, al espacio que ocupa en el universo material. El tener, comiéndose incesantemente al ser, y no hay espacio que no le pertenezca a alguien. Ese alguien-dueño, deja fuera a los otros cuerpos que si no son dueños deben aprender a rodar, a pagar o a escapar.
Al alguien-dueño no le alcanza el cuerpo para habitar. Requiere de esa pertenencia de más aire para respirar y agua que beber que la que necesita. A los cuerpos-no-dueños su sola existencia los hace deudores del espacio que habitan, del agua que beben.
Y luego, el trabajo dignifica, nos hace no-deudores del espacio que habitamos. Y entonces, la vida, la existencia toda cae en el embudo de producir una dignidad que nos abarque. Y así existimos para proveernos de la dignidad de existir. Damos vueltas por una gran rueda de ratón que nos contornea el continente sin ver el contenido.
De pronto la pausa, y respirar, y sentir eso que está dentro y que vibra el movimiento, el pensamiento. Eso, eso innominado, eso que sólo es. Ese silencio hondo que nos coloca detrás del ritmo del tiempo. Se abre un placer enorme, liviano, un beso con todo lo que existe solitariamente. Ahí hay certeza de lo eterno y del instante, de lo efímero de nuestras construcciones flotantes.
Tocamos carne para ser, pero estamos rodeados de cielo.